sábado, 8 de septiembre de 2018

VIRGINIA WOOLF: "ORLANDO"

Fragmentos de Orlando  (1928), de Virginia Woolf.


Capítulo 4:
“(…) para que las mujeres puedan admirarte; negarte a que la mujer estudie, no sea que se ría de ti; (…), y encima ir por ahí como si fueran los reyes de la creación. ¡Cielos!”, pensó, “¡qué mentecatos nos hacen!... ¡Qué mentecatos son!” Y aquí, debido a determinada ambigüedad de sus palabras, parecía censurar por igual a ambos sexos, como si ella no perteneciera a ninguno; y de hecho, durante un rato pareció vacilar; era un hombre; era una mujer; ella conocía los secretos y compartía las debilidades de ambos.
(…)
            “Ignorantes y pobres como somos comparadas con el otro sexo”, (…) “armados ellos con todas las armas que poseen, mientras que a nosotras nos prohíben incluso conocer el alfabeto (…)”

(…)

El hombre tiene la mano libre para empuñar la espada, la mujer tiene que valerse de ambas manos para evitar que los rasos se deslicen por su espalda. El hombre mira al mundo cara a cara, como si hubiera sido hecho para su uso personal y conformado a su capricho. La mujer lo observa de reojo, con una total sutileza, incluso con desconfianza.

(…)

Una mujer sabe muy bien que, aunque un ingenio le dedique sus poemas, ensalce su buen juicio, solicite su crítica y beba su té, eso no significa en sí que respete su opinión, admire su entendimiento o esté dispuesto, pese a no disponer de un espadín, a no atravesarla con su pluma.

(…)

porque no se puede negar que cuando las mujeres se reúnen –pero chitón- tienen siempre buen cuidado de que las puertas estén cerradas y de que ninguna palabra acabe en la imprenta. Todo lo que las mujeres quieren –pero chitón de nuevo, ¿no ha sido eso un paso de hombre en la escalera? Todo lo que ellas quieren, íbamos a decir cuando los hombres nos han quitado las palabras de la boca.

Portada de la 1ª edición


Capítulo 5:
(…) La vida de la mayoría de las mujeres era una sucesión de partos. Se casaban a los 19 años y hasta que cumplían los 30 tenían de 15 a 18 hijos; porque abundaban los gemelos. Así llegó a forjarse el Imperio Británico;

(…)

¿No eran todas ellas débiles mujeres que llevaban el miriñaque para ocultar mejor el hecho, el gran hecho, el único hecho, pero no obstante deplorable, el hecho que toda mujer decente tenía que hacer lo imposible por ocultar hasta donde era posible ocultarlo, el hecho de que estaban a punto de tener un hijo? ¿De parir, en realidad, 15 o 20 veces, de modo que la vida de la más modesta de las mujeres se gastaba, después de todo, en ocultar lo que, cuando menos un día al año, se hacía obvio?

(…)

            Así permanecía lúgubremente de pie ante el ventanal de la salita (…), anclada por el peso del miriñaque que tan sumisamente había adoptado. Era mucho más pesado y más triste que cualquiera de los vestidos que había llevado hasta entonces. Ninguno había embarazado así sus movimientos. Ya no podía pasear por el jardín con los perros, ni correr ágilmente hasta el altozano y echarse debajo del roble. Sus faldas recogían hojas y paja. El sombrero de plumas se agitaba con la brisa. Los finos zapatos se mojaban y enfangaban rápidamente. Sus músculos habían perdido elasticidad. Se ponía nerviosa de miedo a que hubiera ladrones escondido tras los paneles de madera y temía, por primera vez en su vida, a los fantasmas por los pasillos.


Capítulo 6:
(…) Seguramente ya que es una mujer, y una mujer hermosa, una mujer en la plenitud de la vida, pronto dejará de lado sus pretensiones de escribir y de meditar y comenzará, al fin, a pensar en el guardabosques (y en tanto piense en un hombre, nadie la criticará por pensar). Y luego le escribirá una notita (y en tanto escriba notitas, nadie la criticará por escribir),

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