Cuando un hombre tiene que salir a trabajar durante
la semana, lo mínimo es que le pongan un poco de té –dijo él mirándola con
rabia. Señaló al niño con la cabeza-: Manda a ese a comprar empanadas.
El niño se levantó.
-No vayas. Siéntate –le dijo ella-. Ve tú mismo –le replicó
a su marido-. El té que te he puesto en la mesa es lo suficientemente bueno
para cualquiera. No tiene nada de malo, y tú sigues dale que dale. Supongo que
habréis perdido el partido, porque no se me ocurre otro motivo para que tengas
esa cara tan larga.
A Lennox le impactó que mantuvieran tanto rato su
diatriba, así que se levantó para contenerla.
-¿Cómo dices? –gritó-. ¿Qué te crees que estás
diciendo?
La cara de ella se puso de un rosa subido.
-Ya lo has oído –gritó ella como respuesta-. Unas
cuantas verdades caseras igual te vienen bien.
Él recogió el plato de pescado y, con exagerada
parsimonia, lo tiró al suelo.
-Aquí tienes –rugió-. Esto es lo que puedes hacer con
tu maldita cena.
-Estás chiflado –gritó ella-. Está de loquero.
Él le pegó una, dos y tres veces en la cabeza, hasta
tirarla al suelo. El niño más pequeño se puso a llorar y su hermana vino
corriendo desde el vestíbulo…
Fred y su joven esposa, en la casa contigua, estaban
muy entretenidos escuchando el escándalo a través de las finas paredes. Les
llegó la cadencia de voces y el movimiento de las sillas, pero no pensaron que
hubiera realmente un problema hasta que se alcanzó el punto culminante de los
chillidos.
(…)
(…) El ruido de la casa vecina se había calmado. Tras
una serie de portazos y mucho andar de aquí para allá, la mujer de Lennox se
había llevado a los niños y había abandonado a su marido para siempre.
ALAN SILLITOE: El partido,
en La soledad del corredor de fondo.
Impedimenta.
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