lunes, 2 de enero de 2017

OCULTO SENDERO

Oculto sendero es una novela inédita de Elena Fortún (1885-1952), publicada en 2016. La protagonista es la pintora lesbiana María Luisa Arroyo, un trasunto de la propia autora, a través de cuya vida podemos conocer la situación de las mujeres casadas, malcasadas, en la España anterior a la guerra civil.


- (...) te prohíbo que continúes esa amistad... Es decir, tú puedes hacer lo que quieras, que eres muy dueña, pero atente a las consecuencias...
-Pues era la única amiga de verdad que me quedaba... -dije dolorida.
-Ya te he dicho que puedes continuar teniéndola, aunque yo creí que una mujer casada no necesitaba de otras amistades que la de su marido... Ahora que en mi (...) no entrará esa mujer... 
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Fuimos Jorge y yo dos veces al Museo del Prado y no quedé con ganas de volver. Mi marido se paraba durante horas delante de un cuadro y me hacía admirar detenidamente la pincelada segura, el color difundido, la armonía de las líneas, pero cuando yo me paraba ante algo que no era de su gusto, tiraba de mí, enfadado.
-¡No dirás que eso te gusta! Es una idiotez, una birria... deberían quemarlo.
-¡Pues sí... me gustaba... -me atreví a decir alguna vez.
-¡Eso prueba que no sabes ni una palabra de pintura! ¡No sabes nada! ¿Y tú eres la que quieres pintar? ¡Vamos...!
Tampoco en literatura coincidíamos. (...) Para mi marido todas las que no eran dóciles, sumisas y dulcísimas, habían nacido en el cerebro del autor sin vida propia.
-En fin, si a ti te gusta, no tengo que decir nada -y se ponía serio y agresivo-. Ahora, que si yo en la vida encuentro una mujer de personalidad tan acusada y masculina, no me casaría con ella...
(...)
Estaba firmemente decidida a no provocar una escena como la pasada que me dejó rendida y definitivamente desilusionada y triste... Adoptaría un tipo literario de los que a mi marido le gustaban y le representaría con el mismo primor que una primera actriz... Este "sport" llenó mi vida varios años... Tantos, ¡ay!, que llegué a no saber quién era yo...

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Me parece que en lo sucesivo vamos a cerrar la puerta a todo el mundo. ¿Verdad, María Luisa que estamos mejor solos?
-Sí, tienes razón... Lo que tú quieras...
Y mi alma solitaria vertió lágrimas en el jardín interior que yo estaba plantando.

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Jorge tampoco se había separado de mí desde que empezaron los dolores (de parto), pero estaba preocupadísimo con dos marcos que le habían hecho y que tenían dos centímetros más de lo que él dijo al hacer el encargo. Entre dolor y dolor me los había traído a la alcoba y los medía en mi presencia.
-¡Ese hombre es tonto! -gruñía mi madre indignada-. ¿Qué pueden importarte a ti los marcos en este momento?
Era verdad, no me importaba, pero los miré y lamenté con él que fueran más grandes de lo debido, porque ¡estaba tan acostumbrada a simular lo que no sentía...!

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¡Qué bien nos comprendemos! -decía mi marido después de una de esas largas conversaciones en que yo glosaba sus propios pensamientos, guardando mis convicciones íntimas para mí sola...

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De Jorge (mi madre) no me permitía la menor crítica.
-Es tu marido, el padre de tu hija... Estás obligada a soportarle en los días buenos y en los malos... Tú y él sois una sola persona...

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Pero lo que a Jorge exasperaba sobre todas las cosas cambiándole la expresión de la cara, poniendo una barrera de desprecio entre él y yo, eran mis dibujos.
-Mira... quería enseñarte esto... He hecho un apunte del muelle...
Lo cogía con aire entre despectivo y burlón y, con sonrisa forzada, decía:
-No está mal..., poca técnica... muy poca...
Y no volvía a hablarme de ello.

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-¡Está bien, pero que muy bien! ¿Ves lo que siempre te he dicho? Quien ha pintado esto tiene sentido del color, tiene imaginación... ¡ya lo creo!, tiene verdadero talento... (...) Aire, aire, eso es el abanico, y el que los ha pintado lo sabe... (...)
Yo le escuchaba con la boca abierta,  (...)
-Pero es que además de todo esto... -continuaba mi marido-, el pintor está por encima de su obra... es un técnico del arte... Esto tan banal ha sido un juego de niños para él... Me gustaría conocerle... Los han debido traer del extranjero porque aquí no hay nadie capaz de eso...
-Soy yo... -le dije, pero atento como estaba a los abanicos no me oyó y volví a repetir-. Soy yo quien los ha pintado... Soy yo.
-¡¡Tú!! (...) Pues está muy bien -dijo Jorge con mucho menos entusiasmo-. Están muy bien... Supongo que te los han pagado.
-Claro... ayer mismo vine a cobrar... Estaba desenado decírtelo... Ahora me voy a comprar lienzo y pinceles...
-No sé para qué -contestó Jorge con aspereza-, ¡no pensarás que todos los días te van a hacer encargos de esa clase!

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El día que le dije que estaba pintando un cuadro para el Salón de Otoño, protestó atropelladamente.
-¿También te vas a poner a pintar cuadros? Es una locura... ¡Una locura! Ahora dirán por ahí que me haces tú el trabajo... (...)
Renuncié al cuadro y le pedí a Lolín que lo terminara si a ella le gustaba.
-No sirvo para eso... (...) He pensado en algo que me va mejor... Pintaré tapices (...)
Compré la tela y la clavé en la puerta detrás de la cortina del recibimiento.
Tuve tanto éxito que me llovieron encargos (...). Pero llegaba el verano. Jorge no saldría de casa y delante de él no podía trabajar... Hice solo uno levantándome muy temprano para ir a la buhardilla y bajar antes de que mi marido se levantara...
(...)
-¡Al trabajo! Sois imbéciles las mujeres... ¡Tu trabajo! ¿Qué trabajo es ese? Te estás poniendo pedante... te lo advierto para que no hagas el ridículo, que por lo demás me tiene sin cuidado...
(...)
-Y... ¿piensas seguir trabajando toda la vida?
-Sí, ¡naturalmente! Hasta ahora he vivido sin orientación, sin brújula, sin ilusiones... como vacía... Ahora veo todo de otra manera... siento crecer algo que siempre he llevado en el corazón y en el cerebro (...)
(...)
-Yo creí... he creído siempre, que a una mujer le bastaba con las ilusiones y los éxitos de su marido... 
(...)
Hice cuanto pude para estar siempre amable y atenta a cuanto necesitaba (su marido) y seguía ocultándome para pintar, pero cuando daba por terminado un trabajo, no me atrevía a entregarlo sin que él le diera el visto bueno.
(...)
-¿Qué te parece? -decía mostrándoselo tímidamente-. ¿Está aceptable?
Contestaba sin mirarme.
-Cuando no se está seguro de acertar, no debe admitirse jamás un encargo...
(...)
Pero un día que arreglaba su armario, entré en su despacho con una cabecera que me habían encargado para un cuento...
La apartó con la mano y dijo con gesto contraído:
-No necesitas para nada de mí... Si no lo sabes hacer tú sola... allá tú -y luego irritándose con sus propias palabras-. ¡Déjame en paz con tu trabajo...! ¡Ah, y llévate esto! -entregándome la carpeta de mis dibujos de niña-. ¡Llévatelo! No tengo por qué guardártelos yo... ni ya me interesan...
Y los tiró a mis pies...

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Dormía mal (...). Trabajaba toda la mañana, mientras Jorge estaba en el instituto (donde era profesor de Dibujo). Por la tarde cosía y leía y a última hora bajaba al muelle... Allí, al final de los porches, había un montón de peñascos en el que me gustaba sentarme a fumar un cigarrillo ya que no podía hacerlo en casa porque mi marido lo juzgaba pecaminoso.

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Ahora sí recorrió toda la casa, modificándolo todo.
-(...) El armario lo necesito en mi cuarto... Ese saloncito del que estás tan orgullosa no sirve para nada... en cambio, yo necesito un despacho... (...) Supongo que no pensarás dedicarte a las visitas... (...) porque tú antes no te tratabas con nadie en Madrid... y espero que seguiremos igual...

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En toda la tarde no dejó de hablarme de sus ilusiones, del cuadro que mandaría a la Exposición Nacional, de los que tenía en proyecto... (...) De mi trabajo, de mis ilusiones, de lo que yo pudiera hacer, ni una palabra...

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- La culpa es mía por darle alas a esta imbécil, a esta idiota, que se ha creído que es algo, que sabe algo, porque cuatro tontos han alabado lo que no entienden... Si se hubiera estado en la cocina cosiendo calcetine como es la obligación de todas las mujeres... ¡Qué equivocación lamentable de mi vida!
-También lo ha sido la mía y no me quejo -dije, temblando de desesperación.
-¡La tuya! -gritó, escupiéndome a la cara todo el desprecio del macho por la hembra-. ¡La tuya! Pero, ¿quién eres tú para quejarte?
(...)
El cansancio, la tensión nerviosa tanto tiempo sostenida me rindieron y acabé dormida... Cuando desperté, vi a Jorge a mis pies diciendo:
-¡María Luisa! Perdóname..., te prometo...
Entonces me eché a llorar loca, desperada, dehecha de angustia... convertida en un guiñapo que casi no se tenía sobre los pies... Jorge me desnudó, me llevó a la cama, se acostó a mi lado, me abrazó contra él...

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-¡Qué bien estás en tu papel de amita de casa! Te salen colores con el trajín y se te anima la cara... pareces otra...
-Es que a ti te gusta verme trabajar así -dije, con sorda indignación.
-No lo niego...
-Y hasta crees que solo sirvo para esto... pero yo sé que puedo hacer más... y esta será la última vez que me veas en este papel que tanto te gusta...
(...)
-Desde mañana empezaré a pintar para ganarme la vida... para no tener que servirte a ti como sirven las mujeres a sus maridos... servirte para todo. ¡No! Eso se ha concluido. No quiero nada de ti, no te pido nada... solo te exijo mi libertad... Mi libertad absoluta (...)
Jorge creyó que era solo el rencor de lo sucedido y vino a mí con los brazos abiertos, decidido a la escena de reconciliación definitiva.
(...)
-¡No me toques! ¡He dicho que no! Piensa lo que quieras, decide lo que quieras, todo me es igual... Recuerda solo que me basto a mí misma, que no necesito a nadie... que no quiero el cariño de nadie, y que yo a nadie quiero tampoco. ¡A nadie! Recuérdalo... Solo pido mi libertad desde este momento.
 

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